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IA: Influencia Artificial.

4/13/2021

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¿Por qué seguimos a un influencer? ¿Por lo que dice, por lo que es, o por ambas cosas? Cabe preguntarse la razón de esta acción, la motivación que lleva a un usuario de cualquier red social a adoptar una figura de cierta notoriedad como proveedor fiable de información o inspiración, para analizar qué clase de influencers podremos ver a lo largo de esta nueva década. Pista: no todos serán humanos.


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Hace pocos años ya vimos casos que encajarían en esta nueva taxonomía: por un lado, los influencers virtuales, perfiles de entidades ficticias (muchas veces controlados por marcas) generados por ordenador pero manejados por humanos; por otro, cuentas con miles de seguidores que compartían contenido ajeno hasta formar una identidad falsa, deslocalizada, construida a partir del plagio y la fantasía (lo que, por alguna razón, llamó la atención de muchos).

Está claro que en la construcción de estos influencers inhumanos se tuvo que invertir bastante tiempo en analizar las motivaciones que comentábamos al principio, además de las tendencias de contenido; no obstante, debieron de ver claro que una cuenta más de fotos paradisiacas no iba a funcionar si no ponía en marcha los oportunos drivers de influencia. La primera generación de influencers virtuales surgió a finales de 2015 con la aparición de un personaje del videojuego Final Fantasy como imagen para una colección de Luis Vuitton (un crossover para analizar aparte, desde luego). En este caso se aprovechó una entidad virtual ya popularizada e influyente a su manera, aunque ha de reconocérsele a sus creadores el mérito de triunfar en un escenario tan alejado del suyo originario. Años después, en 2020, empezaron a surgir influencers virtuales de segunda generación, caras nuevas, creadas digitalmente e ideadas para agradar, que hablaban de lo que interesaba a públicos mayoritarios, con discursos cargados de insights (probablemente potenciados por una notable cantidad de big data) e intenciones diversas: algunos estaban ahí para vender los productos de la marca que los creó y otros simplemente para acumular influencia y ser monetizados convencionalmente, es decir, promocionando a cualquier marca dispuesta a pagar por ello. Podríamos hablar entonces de influencers virtuales endógenos y exógenos, aunque en esencia vienen a ser lo mismo.

Tanto los de primera como segunda generación tienen un arraigo compartido: eran fachadas digitales pero seguían sujetas al control humano. Poco a poco, como venía sucediendo en muchos ámbitos, la Inteligencia Artificial empezó a modelar algunos aspectos de su personalidad hasta darnos una pista de qué vertebraría la tercera generación de influencers virtuales. En efecto, lo próximo que nos espera es sin duda la Influencia Artificial.
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A partir de aquí, trabajemos con hipótesis. Estos influencers tendrán una apariencia humana hasta el punto de ser indistinguibles de nosotros (la tecnología ya lo permite, de hecho), creada mediante combinaciones de rasgos existentes o con técnicas como el deepfake, que evoluciona a una velocidad mareante. La diferencia con los anteriores es que, tras un tiempo, o quizá desde el principio, serán autónomos y no dependerán del control humano para existir y evolucionar. Su inteligencia computerizada ya habrá analizado qué es lo que interesa al público (y habrá decidido a cuál le interesa más dirigirse), sabrán cómo verbalizar ideas, conceptos y teorías, serán capaces de analizar tendencias, de anticiparlas incluso, y, gracias al machine learning, con apoyo indudable en la retroalimentación de la audiencia, irán mutando y desarrollando personalidad propia hasta el punto de hacernos dudar sobre el carácter de su identidad. Hablamos de escenarios aún inalcanzables en cierto grado, pero que en menos de una década serán totalmente convencionales. Tan pronto alcancen un grado de madurez notable —ergo preocupante— se pondrá sobre la mesa su idoneidad como constructores de opinión y no tardará en hablarse de limitar su libertad de expresión, algo impensable, en general, para influencers humanos.

En tanto en cuanto una IA no tenga derechos fundamentales, por mucho que su desarrollo cognitivo se asemeje (o supere) la del sapiens y se convierta en una inteligencia sobrehumana, siempre se procurará mantenerla bajo control. Antes de convertirse en algo tan frívolo como un influencer de moda, una IA de esas capacidades habrá sido testada en otros ámbitos. La cuestión es cómo podría evolucionar en un contexto como el de la influencia: ya hubo casos de inteligencias artificiales que fueron puestas en circulación y desactivadas horas después, tras nutrirse en tiempo real de conversaciones ajenas, porque habían adoptado los peores ademanes de los usuarios —racismo, machismo, totalitarismo—. Que se convirtiera en una mala influencia a las primeras de cambio sería tanto o más preocupante que si surgieran influencers humanos con malas ideas y opiniones (como sucede por ejemplo con las cuentas que promueven los desórdenes alimenticios, la ludopatía o la homeopatía).

Pero puede que nos equivoquemos; que, cuando surjan inteligencias de este calibre, lo hagan primero en un entorno amable como el de las redes sociales y estas sean el caldo de cultivo o el entorno de ensayo para ver cuán lejos pueden llegar y estimar el alcance de sus capacidades. Quizá en un par de años veamos influencers artificiales que hayan diseñado su propio aspecto, y que puedan cambiarlo a niveles imposibles para un humano para alinearse con las tendencias, capaces de diseñar paisajes de aspecto real a partir de miles de ejemplos y hacernos creer que están ahí —incluso falsificar selfies—, con la habilidad de grabar vídeos con su propia voz sintetizada o de componer y cantar sus propias canciones sin arriesgarse a acusaciones de plagio. Si algo nos hará dudar de su cualidad de máquinas será la capacidad que demuestren a la hora de interactuar con sus más que probables millones de seguidores, de pasar sin problemas estos pequeños tests de Turing cada día y fascinarnos con enfoques que a un humano nunca se le habrían ocurrido (bueno, quizá para esto quede un poco más de tiempo).

Promete ser interesante cómo afectará la intrusión de estos perfiles en el influencer márketing, cómo se monetizará su prescripción y, sobre todo, quién se lleva ese dinero si se les reconoce su autonomía y derechos básicos (y si se lo llevan ellos, habrá que ver en qué se lo gastan —o dónde lo invierten—). Como dice el filósofo sueco Nick Bostrom, una eminencia en esto de la IA, «Si la inteligencia artificial termina siendo capaz de hacer todo o buena parte de nuestro trabajo intelectual mejor que nosotros, tendremos en nuestras manos el último invento que habrá de realizar la humanidad».
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¿Será la de influencer la primera profesión libre que pueda ejercer una inteligencia artificial?

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